La provincia ha recibido esta semana dos noticias culturales que, a buen seguro, me atrevería a decir que van a pasar sin pena ni gloria en más de tres cuartos de la población de Guadalajara. Por un lado, la convocatoria extraordinaria de una junta general de socios de la Casa de Guadalajara en Madrid para aprobar su disolución “ante la falta de viabilidad económica”, según el escrito enviado a los asociados. Por otro, la ausencia total de actos para conmemorar el 25º aniversario de la entrega del Premio Nóbel de Literatura a Camilo José Cela, quien precisamente recibió la noticia cuando vivía en Guadalajara.
Dicho sin ánimo de sentar a casi 260.000 habitantes en el diván, ni tampoco de flirtear con el psicoanálisis cuando a duras penas bregamos con el periodismo: es posible que Guadalajara no se quiera. O que se quiera poco. O que no se deje querer. O que asimile como inevitable una abulia congénita hacia lo propio.
Identidad y diversidad son dos ramas del mismo tronco. Eduardo Galeano explica en Las venas abiertas de América Latina el “puente de Plata” que, a su juicio, une las culturas del continente suramericano con España. El escritor uruguayo defiende el mestizaje, la búsqueda de las raíces con sus pros y sus contras, el afán por indagar en el legado que hoy define la personalidad latinoamericana. Su visión, lúcida y crítica, bascula entre afrontar la realidad, incluido el pasado más sombrío, y renunciar a la ignorancia hasta el punto de conformar una idea aproximada de lo que significa hoy día pertenecer al orbe latino.
En Guadalajara, a pequeña escala, la película tiene otros matices, aunque el ejemplo que describe Galeano podría servir para encarar un proceso del que aquí hemos abdicado puede que de manera indecorosa.
Guadalajara es una provincia de paso, con un cimiento histórico indudable pero con una cercanía a Madrid que la amortigua y la aprisiona a partes iguales. Es posible que de estos polvos surja esa mezcla de resignación y de pasotismo con que los guadalajareños abordan sus propios asuntos. Generalizar siempre es injusto y, a veces, hasta de mal gusto. Pero que Guadalajara tiene una alarmante falta de autoestima es fácil comprobarlo.
Basta pasear por la Plaza Mayor y el casco de la capital para abandonar cualquier tentativa de hedonismo. Basta recorrer las estaciones de servicio de la A-2: comparen cómo venden su provincia en otros sitios y cómo lo hacemos aquí. Basta constatar la soledad de parte de nuestro folklore. Basta ir a Brihuega -es un poner- y preguntar si se sienten alcarreños o guadalajareños. Basta ir a Sigüenza y repasar cuantas personas llevan la Nueva Alcarria bajo el brazo y, en cambio, cuantos hacen lo propio con El Adelantado en Sepúlveda o con el Diario de Teruel en Albarracín. Basta ir al bar de Maranchón y ver colgada la bandera del Numancia y no la del Dépor. Basta observar que existen el cochinillo segoviano, la ternera avileña y el cabrito jadraqueño (el localismo, siempre el localismo), pero no el cordero guadalajareño. Basta recordar la resignación con la que se encaja el trasvase del Tajo desde primera hora, con gobiernos azules y colorados. O basta contar los asistentes -a duras penas un millar- a la última macromanifestación convocada por varias plataformas y las centrales sindicales, apoyada por toda la oposición, y que tenía como fin levantar la voz frente a la despoblación y el recorte de los servicios públicos, dos elementos por encima de banderas partidistas.
La fisonomía social de Guadalajara no es exclusiva de este rincón. Admitámoslo. Otras latitudes también comparten esa especie de deshielo con la que algunos pueblos tratan su intimidad. La geografía y la historia han moldeado un territorio heterogéneo, y esto nunca ha ayudado a conformar una identidad provincial. La arquitectura, el paisaje, el acento y hasta la cerveza que despachan en las tascas de la Sierra y de la Tierra de Molina llevan el sello de Castilla y de Aragón, respectivamente. Modificar el pasado es una labor baldía, pero en este caso sería también estúpido y hasta nocivo porque me temo que no ayudaría nada a encarar el futuro con un poquito más de amor propio. Entiéndase: amor propio hacia Guadalajara, no solo hacia la patria chica de cada paisano.
Si la provincia tiene o no conciencia lo dejo para los sesudos analistas. Sí creo que la falta de vertebración y de identificación explica muchas cosas. Por ejemplo, que ningún político, ni partido, ni entidad haya reaccionado 48 horas después del anuncio de cierre de la Casa de Guadalajara. Que nadie evocara el año pasado el centenario de Ramón de Garciasol, el principal poeta que ha dado este terruño en el siglo XX. Que la iglesia de Santiago (un prodigio del Románico) esté rehabilitándose en Sigüenza mediante crowdfunding porque ninguna administración ni empresa se ha mostrado dispuesta a arrimar el hombro. Que Buero Vallejo o José Luis Sampedro no se estudien de manera especial en los coles de nuestros pueblos. Que los adolescentes acaben el bachillerato sin conocer a fondo qué ocurrió en marzo de 1937 en la batalla de Guadalajara. Que ninguna de las grandes constructoras que hicieron su agosto durante los años de vino y rosas se preocupara por invertir en cultura: Hercesa rehabilitó el Palacio de Santa Ana en Atienza para explotar un hotel, pero la Real Fábrica de Paños de Brihuega (¿qué fue de Rayet?) se cae por el techo. Que la Diputación, gobernando la izquierda, eliminara en su día los nombres de sus premios, entre ellos, el de Cela. Que la misma Diputación, ya con la derecha en el poder, retirara el premio de periodismo Manu Leguineche. Que la extinción del patrimonio etnológico, oral y costumbrista siga invisible a ojos de tantos jóvenes nacidos aquí. Que decenas de castillos estén por los suelos en una tierra que presume de castellanía, y que poca gente llore por ello. Que no haya manifestaciones multitudinarias (dentro de lo multitudinaria que puede ser una convocatoria en Guadalajara) en contra del trasvase, de la mutilación del Parador de Molina o de la supresión del plan de la Arquitectura Negra.
Romanones dijo que el de Guadalajara era el pueblo más dócil del mundo. Algo debe de quedar de ese poso que excede la visión política. Existe un sentimiento extendido alrededor de las tradiciones y las gentes de esta tierra. Eso es positivo y conviene potenciarlo. Sentimiento y cultura son dos términos que casan mal, pero algo hay que los vincula cuando se trata de enaltecer aquello de lo que podemos enorgullecernos: un escritor consagrado, una fiesta cuya popularidad traspasa la linde provinciana, un paisaje convertido en marca turística y medioambiental. Pero la cosa suele quedarse en mera palabrería porque, a la hora de la verdad, solemos tirar por lo individual en detrimento de lo colectivo.
Conste que no es una reprimenda, sino una reflexión en alto. Y conste también que no hablo de la necesidad de realizar un ejercicio frívolo de narcisismo. Tampoco de exaltar el nacionalismo político. Hablo de ejercer un reconocimiento comunal hacia las cosas buenas que tiene esta tierra. Y hacerlo en conjunto, sin segmentar según el pueblo del que uno procede. Esto es algo que ocurre con naturalidad en las vecinas Soria y Teruel. Allí cogen la trufa, los torreznos o el arte mudéjar, y lo convierten en imaginario colectivo. Aquí, no. Aquí un seguntino está orgulloso de Sigüenza, y un pastranero de Pastrana, y un molinés de Molina. Pero la provincia sigue siendo un ente abstracto que sobrevive en el ordenamiento jurídico y en los mapas políticos. Y ya.
La escualidez demográfica y la falta de recursos explican muchas penurias. Tres cuartos de la provincia pierde población, el empleo merma, buena parte del patrimonio histórico yace por los suelos, los parques naturales no se cuidan lo suficiente y el turismo carece de una estrategia profesional y coherente. Sin embargo, la ausencia de autoestima influye en todo esto porque esos problemas también los tienen otros territorios y, en cambio, son capaces de exhibir una cierta satisfacción de aquello que les identifica y los proyecta hacia el exterior. Y cuando digo exterior no me refiero a Malta, sino al resto de España.
Quedan, eso sí, islas. Espacios que nos reconfortan con la sensación de gozar en grupo. El Maratón de los Cuentos, el Festival medieval de Hita, la visita de otoño al Hayedo, la invitación a una botella de Finca Río Negro, las maderadas del Alto Tajo, las mil y pico personas que cada año se juntan para cantar el Día de la Sierra o un concierto en el Solsticio Folk. A veces incluso hasta surgen milagros y la movilización social cuaja, tal como ocurrió en la lucha por el Teatro Moderno, después del intento de cierre de las urgencias rurales o en el ejemplo indomable de La Otra Guadalajara.
En lo tocante a la cultura, nadie pone en duda la raigambre local. Sí la falta de querencia hacia todas sus probidades. Querencia activa, no pasiva. Querencia constructiva, no limitada a contar a nuestros familiares que los bizcochos borrachos pringan mucho y están muy ricos.
Es una cuestión de percepción, de sensibilidad, pero resulta triste que todo ese amor propio que exudamos los guadalajareños cuando nos tomamos unos botellines entre amigos o cuando hablamos de nuestra tierra en el extranjero, no se vuelque luego en propósitos más edificantes. Porque la juerga está muy bien, pero sin conciencia de lo que uno es, de lo que ha sido y de lo que puede ser tal vez no se llega a ningún sitio. ¿Cuándo aprenderá Guadalajara a quererse?