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In vino veritas

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España fue el país mayor productor de vino en el mundo en 2013, con 50,5 millones de hectolitros. Foto: Bodegas Monvínic.

Si es cierto, como dijo Plinio el Viejo, que en el vino está la verdad, convengamos que en España vivimos la época dorada de la franqueza, la autenticidad y la certeza. Quizá no es para tanto, pero nunca como antes se habían hecho tan buenos vinos en nuestro país y nunca como antes éstos alcanzaron un nivel de apreciación tan elevado. Antaño, el vino era un mero acompañamiento para hombres bizarros o un elemento de distinción solo apto para una minoría exquisita. Ahora es una bebida asequible, cuyo uso se ha democratizado gracias a la mejora del poder adquisitivo de los ciudadanos (pese a la crisis), el impulso de bodegas y denominaciones de origen y la introducción de técnicas innovadoras que permiten producir caldos buenos, bonitos (es decir, con una estética cuidada) y a precios razonables.

El auge de los vinos, como el de la gastronomía o del arte, es un signo de evolución de la especie humana. También de civilización. Entenderlo solo desde el prisma del elitismo y la frivolidad conduce al prejuicio y, por tanto, al error. Saber de vinos no consiste solo en ser un consumado especialista. También es posible acercarse a este mundo con ganas de aprender y, sobre todo, con una capacidad sin límite para el disfrute, que es de lo que se trata cuando uno anda entre fogones o entre barricas. Para escribir una crítica especializada, hay que entender. Para saborear un caldo, basta afilar el gusto. El agricultor cultiva la vid. El enólogo cultiva el laboratorio. Al aficionado le sobra con cultivar el placer de Baco.

La explosión de la oferta durante los últimos años ha facilitado el acceso a un bien que ya no es un lujo. Emplear 225 euros en comprar un Vega Sicilia Único crianza de 2004 es aceptable si usted tiene el dinero por castigo. En caso de ser un mortal, no es necesario que vacíe su cartera. La capacidad que han tenido las bodegas para optimizar los costes e innovar ha permitido crear una clase media de vinos que hacen de España un viñedo más atractivo que el francés (por la relación calidad-precio) y que el italiano (por cantidad y calidad). Existen opciones fabulosas a precios dignos: el crianza de Luis Cañas (Rioja) apenas sobrepasa los siete euros; Juan Gil de 4 meses, con su maravillosa uva Monastrell (6,9 euros); Elías Mora, de Toro (8,3 euros); Enate Chardonnay 2014, de Somontano (8 euros); Pruno 2012 (9 euros); o el infalible roble de Protos, que cuesta menos que un menú de diario.

Quien quiera catar un buen Ribera del Duero a dos euros, que se despida de la idea. Quien busque macerar un almuerzo obispal con un Rioja de euro y medio, que se olvide también. Pero quien aspire a regocijarse en un tinto con personalidad sin dejarse el sueldo en ello, España es el país perfecto para hacerlo. Y, por favor, eviten la horterada de comprar un Reserva con una etiqueta antigua y un aspecto de bodega venerable, malla exterior incluida. Seguramente se lleven una antigualla cara, rancia y desaliñada.

Superada la prueba de la calidad y el ajuste de los costes, España tiene dos asignaturas pendientes: expandir el mercado en el consumidor nacional y aumentar las exportaciones ganando cuota de negocio, especialmente, a los vinos franceses e italianos, que son los que llevan la delantera a los españoles en cuanto a posicionamiento de marca y reconocimiento exterior. Ambos retos pasan por abandonar progresivamente la producción a granel y centrarse en los vinos embotellados y de categoría.

Carlos Falcó, el marqués de Griñón, que produce vino y aceite en su finca toledana Dominio de Valdepusa, lleva años defendiendo la necesidad de impulsar vinos españoles “de excelencia” para ganar imagen y proyección internacional, y con ello mayor valor añadido frente a los graneles, que producen un efecto contrario en los mercados mundiales. De hecho, las bodegas asociadas a Grandes Pagos de España, asociación que preside Falcó, están internacionalizadas en un 80%. Su reivindicación es compartida por la mayoría del sector, pero no sé si por la mayoría de los bodegueros.

La producción de vino en España superó los 50,5 millones de hectolitros en 2013, un 41% más que en 2012, lo que convirtió a nuestro país en el mayor productor de vino del mundo, por encima de Francia e Italia, según el Observatorio Español del Mercado del Vino. El desafío ahora es aumentar el valor del vino vendido mediante la subida de la comercialización de los caldos envasados y de sus precios medios. Aunque es un fenómeno menguante, las bodegas españolas surten de graneles a sus principales competidores para que ellos lo envasen y, por tanto, exploten el valor añadido. Una situación muy parecida a la que ocurre con el aceite. Las exportaciones vitivinícolas sobrepasan los 3.000 millones de euros anuales, con una presencia madura en Europa, creciente en EEUU e incipiente en algunos mercados emergentes, como China. Falta fomentar la comercialización y, de paso, llenar los lineales de los supermercados de las principales capitales de vinos españoles de categoría. Dicho con todo respeto, pero a uno se le cae el alma a los pies cada vez que entra en un Carrefour Market de París y se topa, a Dios gracias escondido en un rincón, con el Valdepeñas de turno. ¡Y eso en París! No quiero ni pensar lo que puede encontrarse el consumidor en Kuala Lumpur o en Buenos Aires.

Un lastre que sí juega a la contra es el descenso del consumo de vino en España, que contrasta con la eclosión de bodegas y denominaciones que antaño no se consideraban en el mapa. Los datos son casi tan desconocidos como elocuentes. El consumo de vino por persona al año cayó un 15% entre 2000 y 2012 hasta los 19,9 litros por persona, según la Organización Internacional de la Viña y el Vino (OIV). En Francia se consumen 47,7 litros por persona, en Portugal 42,5 y en Italia 37,1. La crisis y la caída del consumo en la hostelería no han ayudado en nada a paliar esta cifra sonrojante, pero tampoco el abuso de bares y restaurantes en los márgenes que imponen muchos establecimientos al precio de los vinos que incluyen en sus cartas. Resulta bastante complicado animar al cliente a acompañar un almuerzo familiar con un vino superior a 20 o 25 euros cuando en bodega no llega a costar ni la mitad. O los bodegueros reducen aún más el precio de coste o los hosteleros afrontan este problema. Pero, tal como se plantea ahora, la oferta es un desastre para todos ellos, incluido el consumidor.

Las casi 70 denominaciones de origen reguladas en España también tienen pendiente el desafío de acercar el vino a los jóvenes, que es la única manera de garantizar el futuro del sector. Puede que en esta labor ayude mucho el impulso que ha recibido el enoturismo, un aspecto clave que las empresas potencian como complemento a su actividad central. Visitas guiadas, catas comentadas, restaurantes con vistas a los viñedos, bodegas espectaculares diseñadas por arquitectos de prestigio internacional y un entorno paisajístico ideal para la época de vendimia. La fórmula funciona, y algunas marcas han completado esta apuesta aprovechando algo más que el mosto de la uva. Es el caso del Grupo Matarromera, de Castilla y León, que ha diversificado su oferta mediante la producción de perfumes, exfoliantes y leche limpiadora. Ya no solo del buen vino viven las grandes bodegas.

Fue Bacon, el pintor irlandés que conoció España tan bien, quien recomendaba vieja madera para arder, viejo vino para beber, viejos amigos en quien confiar y viejos autores para leer. El genio del arte figurativo acertó de lleno, y es en la moraleja que lleva implícita esta frase desde la que se puede entender la importancia de dejarse llevar por la filosofía de amistad y vida que irradian los vinos. De ese cambio participa España, y eso es una novedad en un país acostumbrado a perder el tren de las revoluciones culturales.

Puestos a observar el asunto con una perspectiva histórica, merece la pena celebrar el avance desarrollado por las bodegas españolas a lo largo del último cuarto de siglo. Cualquier comparación con el pasado es pura entelequia. Hemos transitado de la frasca con un garnacha peleón al refinamiento de la Tinta del país; de la cazurrería de la botella sin etiquetar al estallido de los Ribera, los Rioja o los Jerez que ausculta Parker; del porrón de payés a la exportación de Priorat o Costers del Segre; de las cuevas escondidas al vanguardismo de Frank Gehry en Elciego o de Richard Rogers en Peñafiel. España sigue en parte anclada en los garrotazos de Goya, pero en esto hemos avanzado que es una barbaridad. Brindemos por ello. Con vino, claro. Feliz año.


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