Durante los veranos de 1968 y 1969, el novelista Jorge Ferrer-Vidal (Barcelona, 1926-Madrid, 2001) recorrió las tierras del antiguo Común de Ayllón para escribir un libro sobresaliente que aún sorprende por el contenido antañón que habita en sus páginas. Plaza y Janés publicó Viaje por la Sierra de Ayllón en 1970. En 1990 apareció en Ámbito una segunda edición y ahora, 45 años después, vuelve a reeditarse de la mano del sello Veoveo Ediciones. Una oportunidad para retornar la mirada a sus pasos.
El valor de este libro estriba en la pulcritud de su semántica, el cromatismo de su pincel y la extraordinaria viveza de decenas de diálogos con los parroquianos por donde se cuela una tierra y una cultura que ya no existen. Añadan una antología de fotografías que irradia el pespunte de los tipos humanos y la arquitectura propia de este enclave serrano. El mismo autor explica en el prólogo que su equipaje se limitó a una barjuleta –bolsa propia de los caminantes-, una borracha -bota de vino- y una máquina de fotos Paxette.
Ferrer-Vidal perteneció a la Generación del 50, junto a Juan Goytisolo, Antonio Ferres y Armando López Salinas, entre otros. Aunque destacó en el relato corto y la novela, dio en el clavo en sus excursiones por esta sierra, una experiencia que luego repitió en las lindes del río Duero. Su escritura es sobria y algo redicha, pero cálida; severa, pero con gotas de socarronería. Rechaza cualquier atisbo de ínfulas y pergeña con sencillez una ruta, entonces como ahora, alejada de los grandes circuitos turísticos.
En esta comarca, el autor recorre los caminos polvorientos, degusta sus carnes, lechugas y tomates, y trasiega por las tolvas entre terraplenes. De camino a Grado del Pico, escribe: “A medida que avanzo, el piso de la carreterilla se va haciendo más accidentado, con abuso de honduras, de cráteres y de hoyas que uno, de ir en coche, no sabía cómo esquivar”.
Y, tras ascender al puerto de la Quesera –divisoria de Guadalajara y Segovia-, anota que las diputaciones de ambas provincias acordaron unirse para arreglar la vía que comunica este paso. Pero todo quedó en palabras. Anota: “Si los segovianos cumplieron con la suya y llegaron a dar forma al trazado hasta la cumbre del puerto, al darse cuenta de que los de la otra vertiente [o sea, Guadalajara] no habían ni iniciado el proyecto, abandonaron la empresa y la dejaron tal cual está, o sea, una esplendente trocha de cantos y grava intransitable”.
En esto la realidad ha cambiado bien poco. La carreterilla que describe el autor según se va acercando Grado es hoy la carretera autonómica que conecta Ayllón con el límite de la provincia de Guadalajara, una miserable lámina de asfalto asperjada de socavones. Y la “trocha de cantos” que atraviesa La Quesera sigue sin ser una vía homologable a la de un país civilizado. De hecho, su erosión la pudo contemplar todo el mundo el pasado septiembre durante la emisión de la etapa de la Vuelta a España que cruzó la Arquitectura Negra y finalizó en Riaza. En Guadalajara nos gusta lucir paisaje, pero también la decrepitud de una clase política torpe e incapaz.
El estilo literario de Ferrer-Vidal imita al de Cela en Viaje a la Alcarria o al de Goytisolo en Campos de Níjar: una buena dosis de observación, conversaciones con los lugareños, paseos a pie, una base documental exhaustiva y un contacto límpido con los paisajes que ensanchan el alma. Pura literatura en la tradición noventayochista.
El recorrido del escritor arranca en Ayllón (Segovia) procedente de Madrid –otra concomitancia celiana- y transcurre por los poblachos que hoy son sus pedanías (Francos, Estebanvela, Santibáñez de Ayllón) para luego adentrarse en Guadalajara y hacer una incursión a Soria en Tiermes, Montejo, Liceras y Noviales. Los pueblos rojos segovianos (El Negredo, Madriguera, El Muyo… hasta Riaza) y las aldeas de la tierra de Ayllón (Ribota, Aldealázaro, Valvieja, Corral de Ayllón…) completan el daguerrotipo físico y psicológico que el autor traza de un territorio, entonces marginado y hoy desconocido.
Villacadima y Cantalojas son sus dos únicas paradas en Guadalajara. El viajero accede desde Grado de Pico por los calvos serrijones que conectan las dos Castillas y llega andando a Villacadima por el lavadero público.
“Todo se me presenta desolado, a excepción de la presencia de un águila realona de alto techo que, en el cielo azul, traza elipses y amplias circunferencias”, escribe. Una señora le recibe sin demasiado entusiasmo: “Aquí tiene poco que ver, como no sea la iglesia parroquial, en la que ya no se celebra”. Efectivamente, Ferrer-Vidal se detiene especialmente en el templo románico, una obra de arte de la que se extraña que aún no hubiera caído “en manos de merchantes, desaprensivos o de turistas dedicados a entrar a saco en el tesoro artístico del país”.
Tras cruzar el arroyo Valdillón y Torreminaria, el autor se adentra en Cantalojas, al que define como “centro ganadero de la comarca de la Sierra de Ayllón”. Provisto de un buen mapa, se detiene con fruición en la toponimia: las barrancas de La Frente, de la Pradera de la Cueva y de la Peña del Osar, el manantial de Valdicimbrio, y los arroyuelos de El Pardo, del Cerezo, de la Virgen, de Valdecojos…
La impresión que recoge el escritor en Cantalojas es la de un caserío de cierto empaque histórico, pero venido a menos, con apenas un centenar de vecinos. Recorre las callejas a la hora de la chicharra veraniega, y después se hospeda en el tascorrio de Marcelino para dar cuenta de unas truchas pescadas en el Sorbe y dormir hasta ocho horas. Pero Marcelino no se cree que en pleno tardofranquismo un tipo culto y leído abandone la gran ciudad para adentrarse en la sierra pobre solo con el fin de escribir un libro. “Me lo he dicho nada más verle a usted… -le espeta al autor en la fonda-. Me he dicho: ‘este anda de ala. Va tocado’. Además de estar loco, ¿cuál es su enfermedad? Los escritores suelen morir tuberculosos. Está tuberculoso, ¿verdad? Paliducho y con pobreza de sangres. Si lo veo…”
La sierra de Ayllón que recorre el autor es un territorio misérrimo con pueblos desmochados y una masa agraria hundida en el atraso. En Ayllón, por ejemplo, observa a hombres y mujeres sudorosos que trillan, criban y parvean con la ayuda “del tradicional tronco de mulas y el tablonazo desgarrador de mieses”.
Don Lisardo, su cicerone en esta villa, recalca que trabajar en esas condiciones “es una verdadera salvajada” porque ni siquiera los labriegos disponían de una trilladora que las administraciones les negaban porque -pásmense- la producción de cereal en este término no justificaba tal desembolso. La despoblación se explica por dislates así.
Ferrer-Vidal sostuvo en el prólogo de la segunda edición que cualquier tiempo pasado fue mejor en las zonas rurales. El retrato que él mismo perfila de Segovia, Soria y Guadalajara demuestra que no es así. Merece la pena huir, por tanto, de un embuste anclado en la nostalgia de un territorio pintoresco que los urbanitas desean conservar tal cual, como si fuera un fresco de Cézanne y no una realidad que aspira a ser viva y palpitante.
Puede que los pueblos fueran otrora un reducto de armonía y también incluso un submundo de felicidad con unas condiciones de vida más propias de la esclavitud que de un país europeo. Hoy son un escaparate quizá menos vistoso, pero también más digno precisamente porque podemos compararlo con la estampa que recreó Ferrer-Vidal hace casi medio siglo.
La reedición del Viaje por la Sierra de Ayllón supura la esencia de una Historia que no debemos perder de vista. Es una lectura que se devora con fruición.