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La tiranía de la juventud

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Viñeta de Forges en El País (enero 2013).

Es evidente que la crisis ha laminado las oportunidades de la presente generación de jóvenes, pero también la de varias que seguirán en el futuro porque la recuperación del empleo es ya pasto de las utopías.

Es evidente que el envejecimiento de la población no es un problema en sí mismo -cuantos más años vivamos, mejor-, pero sí plantea una serie de desafíos relacionados con la salud, el mantenimiento de los servicios públicos y la sostenibilidad de las pensiones. Un asunto éste, por cierto, completamente ausente durante la campaña electoral.

Es evidente que el relevo generacional, en la política como en el empleo, es un hecho consustancial a la naturaleza de la vida que nadie se atreve a discutir salvo Rajoy, empeñado en obsequiar con favores tributarios a quien quiera seguir trabajando a partir de las 67 castañas.

Y es evidente también que algunos de los principales hitos políticos nunca hubieran sido posibles sin la irrupción súbita de la juventud. En España, por ejemplo, existe un precedente muy claro durante la Transición. Carrillo y Fraga, dos vértices entrados en años, se sumaron al consenso de la Constitución. Pero los verdaderos arquitectos del pacto del 78 fueron el rey Juan Carlos, Adolfo Suárez y Felipe González, tres treintañeros con ganas de cambiarlo todo para que todo siguiera igual, dicho sea en hipérbole lampedusiana.

Pero lo que ahora está ocurriendo en nuestro país trasciende a figuras como las de Iglesias, Rivera, Sánchez o el nuevo monarca. Porque todos ellos, con los matices que quieran añadirse, son síntomas elocuentes de la tiranía de la juventud propia de la era líquida en la que vivimos. No sabemos muy bien por qué, pero da la impresión de que en este país tenemos prisa por quemar a nuestros personajes públicos. También por jubilar a la clase política lo antes posible. Y así pasa, que luego los presidentes abandonan La Moncloa con más de media vida por delante y, por tanto, con mucho tiempo disponible para enredar.

Quizá no debemos confundir la edad física con la mental porque, en tal caso, mezclaríamos arrugas con neuronas. Dicho de otro modo: Manuela Carmena, a sus 71 años, me parece una persona de este tiempo; al contrario que Pablo Casado, que cuenta 34 años y desprende un aroma a secundario de Bardem en Calle Mayor. No se trata de peinar canas o de usar gomina. Basta pensar, adoptar una postura reflexiva y tener voluntad para moldear tus prejuicios.

Dar paso a la juventud es necesario e impepinable, pero quizá corremos en exceso a la hora de enviar al banquillo a tanta gente válida por el simple hecho de ser mayor o estar muy visto. “El defecto nacional es que nadie escucha ni nadie cambia de paradigma”, sostiene hoy el filósofo Salvador Pániker en El País. Quizá por eso los españoles somos tan vulnerables a las modas y quizá por eso nos hemos acostumbrado rápido a asociar la vejez a la decrepitud sobrevenida. Esto explicaría por qué no hay ningún presentador de informativos veterano en televisión, tal como ocurría hace no tanto tiempo (Carandell, Felipe Mellizo, Rosa María Mateo, Altares, Carrascal). O por qué incluso en la docencia parece que la veteranía no aporta grados. O por qué también en la tele, que sigue siendo el principal frame social del país, las personas de edad avanzada han quedado relegadas a figurantes de los espectáculos nostálgicos de las tardes de sábado.

España ha triplicado sus centenarios en 10 años, según el Instituto Nacional de Estadística. España es, ciertamente, un país de viejos, demográficamente hablando. Si en 1981 había poco más de cuatro millones de habitantes mayores de 65 años; ahora son casi nueve. Esto requiere una estrategia de largo alcance de la que nuestros políticos carecen. Pero también pone de relieve la contradicción que supone que a más viejos, más arrinconados en el espacio público.

Y el estrambote ha sido, y lo que te rondaré, separar entre votantes buenos o malos según la edad. Los buenos, los jóvenes de clase media urbana subyugados por el cambio de los emergentes. Y los malos, los mayores que siguen aferrados al bipartidismo. Y, siendo cierta esta dicotomía electoral, tal como han acreditado los resultados del 20-D, no parece más que el reflejo natural de una tendencia refractaria a opciones desconocidas entre quienes más tienen que conservar. Pero algunos periódicos titularon que la biología se alía con PP y PSOE. Ancianos, pensionistas y encima obstáculos de la revolución. O sea, un estorbo.

Es un suicidio colectivo desaprovechar la energía y los conocimientos de quienes hace tiempo que cambiaron el acné por la sal de frutas. Sobre todo porque, tal como avisó Malraux, la juventud es una religión a la que uno siempre acaba convirtiéndose.


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