Madrid es una ciudad pensada para el otoño, la única época del año en la que uno puede salir a la calle sin temor a congelarse o a ser abrasado. En cambio, el invierno frío y seco deja también días en los que el cielo, ese cielo añil ceniza que rebosa en Madrid a la caída de la tarde, no parece que tenga fin. Esta es una ciudad incapaz de mimarse a sí misma, pero aún quedan espacios de aislamiento. La Fundación Mapfre, en el paseo de Recoletos, posiblemente, la calle más parisina de la capital, es una de estas islas en las que conviene refugiarse cuando el ruido empieza a ser insoportable.
La sala de exposiciones de la aseguradora mantiene una agenda de nivel. La última gran muestra temporal, El canto del cisne, reúne 84 obras maestras procedentes del Musée d’Orsay. Son pinturas académicas del Salón de París de autores extraordinarios y prolijos como Cabanel, Bouguereau, Moreau, Ingres o Sargent. Según los especialistas, los artistas académicos franceses del siglo XIX fueron maltratados por la crítica hasta bien entrada el siglo pasado. Ahora sus trabajos, lejos de las valoraciones despectivas de antaño, gozan del respaldo del público. También de todos aquellos que, con más o menos conocimiento de causa, minusvaloraron el papel del academicismo en el desarrollo de la modernidad.
Quizá conviene recordar qué fue el Salón de París, la exposición de arte oficial de la Academia de Pintura y Escultura, creada en el siglo XVII, después abolida por la Convención Nacional y, finalmente, recuperada como Academia de Bellas Artes de Francia, que es como ha llegado hasta nuestros días. Desde la segunda mitad del siglo XVIII hasta finales del XIX se consideró el acontecimiento artístico anual o bienal más importante del mundo. Desde 1881 lo organizó la Sociedad de Artistas franceses y, a lo largo de toda su trayectoria, se convirtió en un hervidero cultural desde que el se implantaron los cánones de la pintura de la época, la discusión alrededor de los impresionistas y, finalmente, el ascenso a regañadientes de las vanguardias. Todo ello bajo el amparo de la monarquía y, posteriormente, de la República. En Francia la cultura fue siempre, pese a los interminables debates estéticos, una cuestión de Estado.
La base de la muestra que se exhibe en Madrid gira, precisamente, alrededor del legado de la Academia francesa de Bellas Artes. Los criterios establecidos por esta institución dominaron la producción artística en el país vecino durante los dos siglos siguientes: corrección estilística, dominio del dibujo sobre el color, equilibrio de las composiciones y preeminencia de la pintura de los grandes temas, como la historia, la religión y la mitología.
Esto es lo que los asistentes pueden leer en los textos que explican los argumentos que han motivado esta soberbia antología del Salón de París. Un conjunto de obras que facilitaron el tránsito a las vanguardias mediante un tipo de arte hermoso, refinado, con una mezcla soberbia de la tradición y el estilismo moderno. El canto del cisne es el último canto del esplendor de la pintura académica, antes de que llegara el simbolismo y la estética del siglo XX.
Los dramas íntimos o colectivos, la pintura ligada a la representación de imágenes religiosas o de la Iglesia, las obras mitológicas, los retratos y la apoteosis del paisajismo constituyen los grandes bloques de la exposición. Merece la pena detenerse a admirar las escenas de la Inquisición y el Santo Oficio de Ferrier o el cuadro Los bañistas, de Renoir. Siguiendo la estela de Tiziano y de Rubens, tanto Renoir como Bouguereau se muestran convencidos de que el fin último de la pintura es ofrecer un canto a la belleza del cuerpo femenino en un paisaje arcádico. Hay que tener en cuenta que, a mediados del siglo XIX, el desnudo seguía siendo considerado el ideal de belleza. Los artistas no solo proclamaban así un ideal estético, sino que el cuerpo era utilizado para contar historias, sugerir y provocar.
A ello se une el interés por el mito, en la medida en que sirve para seguir escudriñando el origen y el destino del hombre. En este contexto se enmarcan obras como el Nacimiento de Venus o Dante y Virgilio, del propio Bouguereau, un cuadro extraordinario que desgarra por la mezcla de violencia extrema y de erotismo que rezuma. También se inserta en este conjunto la pintura en la que Blanc imaginó a Perseo, un óleo fantástico y embriagador.
En la medida en que los especialistas consideran que el siglo XIX fue el del paisaje en la pintura francesa, no es extraño el peso de las estampas paisajísticas en esta muestra. Fruto de la presencia colonial, los horizontes de países como Marruecos, Argelia o Egipto cobran una especial relevancia. También los de Oriente Próximo. El retrato del Sáhara de Guillaumet, de 1867, o el de Jerusalén de Jean-Léon Gérôme, son una representación exquisita de una tendencia acentuada a lo largo de la expansión de la pintura académica.
Los retratos de la burguesía y los intelectuales galos del momento son el colofón del recorrido por una corriente artística que en su momento no fue valorada en su justa medida. Sobresalen en este terreno el retrato de Marcel Proust firmado por Blanche; el de Victor Hugo, obra de Bonnat; o la estampa del obispo de La Rochelle, con toda la grandilocuencia y la pomposidad que caben imaginarse.
No hace falta ser un lince en la pintura dieciochesca para admirar una selección como la que ha reunido Mapfre de la mano del Museo de Orsay, un espacio abierto en 1986 a partir de las colecciones del Louvre para las obras de artistas nacidos a partir de 1820, del museo del Jeu de Paume, centrado en el impresionismo, y de parte del catálogo del museo nacional de arte moderno que quedó fuera del Pompidou. No es frecuente que los fondos de Orsay recalen en Madrid. Así que, como el disfrute del arte es democrático, o debería serlo, tienen ustedes hasta mayo para no perderse (gratis) este lujo de exposición. Para entonces, el frío estepario habrá desaparecido de las travesañas de Madrid. En Recoletos, el sol brillará con la lujuria propia de quien se adhiere al asfalto de esta ciudad maldita y hermosa.
*** La exposición El canto del cisne, pinturas académicas del Salón de París, que incluye 84 obras del Museo de Orsay, está abierta en las salas de la Fundación Mapfre (Paseo de Recoletos, 23, Madrid) hasta el 3 de mayo.

Retrato de Marcel Proust. Jacques-Emile Blanche. 1892 (izq.). Retrato de Victor Hugo. Léon Bonnat. 1879.