En el apéndice de Si esto es un hombre, el memorable y escalofriante relato de Primo Levi sobre el infierno de Auschwitz, el autor turinés previene al lector acerca de líderes y gobernantes que intentan convencernos con medios diferentes a la razón. Lo recordaba recientemente la escritora Cristina Fernández Cubas en El Cultural, a propósito de la deriva independentista de Artur Mas.
Quizá la analogía es exagerada, pero si para algo ha servido la campaña electoral que está a punto de acabar en Cataluña es para consolidar la supremacía de los sentimientos en la política contemporánea. Apenas hemos visto un debate racional de ideas ni una confrontación abierta entre modelos ideológicos opuestos. Por una parte y por otra, la campaña se ha desparramado por un frenesí obsceno de exabruptos, anuncios apocalípticos y declaraciones engoladas que supongo que habrán ayudado poco al ciudadano indeciso a formarse una opinión.
Mas y sus socios han conseguido así el fin que esperaban: situar el terreno de juego allí donde más favorece a sus intereses. En ausencia de datos y de una dialéctica argumentada, la excitación nacionalista hegemoniza una retórica centrada en la “ilusión” que genera la idea de una Cataluña independiente para una parte importante de mis paisanos. Esto es algo quizá difícil de entender en el páramo soriano o en la dehesa extremeña, pero la realidad es que el Estado ha dado respuesta a esta inquietud porque ha permanecido ausente en el debate público en Cataluña desde hace mucho tiempo.
El independentismo ha sabido aprovechar el hartazgo generado por la crisis. Sin violencia y con una capacidad movilizadora sin precedentes en Cataluña. Pervertiendo el lenguaje –observen que cuando se refieren a España en positivo hablan de “Estado español”- o retorciendo las cifras, los nacionalistas catalanes han conseguido que entre los catalanes arraigue una ecuación torticera, pero eficaz: Cataluña es igual a futuro, modernidad e ilusión; España es sinónimo de lastre, decrepitud y decadencia. Dicho así, sin matices. Como si en Cataluña no hubiera políticos carcamales, corruptos y vocingleros en la misma proporción que en el resto de España. Y como si en la meseta todo el mundo tuviera la misma idea de patria que Paco Vázquez o José Luis Corcuera. “El secreto del demagogo exitoso -sostenía Karl Kraus– es parecer tan estúpido como lo sea su audiencia para hacerles creer que son tan inteligentes como él”.
Más allá de los errores políticos de los diferentes gobiernos, ni el PP ni el PSOE han encauzado un proyecto de país que vaya más allá de la exigencia –lógica, razonable- del cumplimiento de la ley. Ortega y Gasset consideró la conllevancia como única salida para la cuestión catalana. Por eso Suárez trajinó con Tarradellas, González y Aznar con Pujol y Zapatero con Maragall. Por eso mucho antes Azaña, Alcalá Zamora o Cánovas hicieron lo propio. Ha sido Mariano Rajoy -posiblemente, el presidente con menos capacidad intelectual desde la Transición-, el único que ha renunciado a la cintura negociadora y también al uso de metáforas para hilvanar en Cataluña un discurso político potente y sugestivo. Francesc de Carreras, catedrático de Derecho Constitucional, sostenía el lunes en EL MUNDO que el Gobierno “no se ha enfrentado al problema más allá de interponer recursos”.
El Gobierno se ha parapetado en la pasividad en Cataluña. El presidente se ha inhibido sumido en la certeza de los votos que esta posición le reporta en el resto del Estado. El sociólogo Jeremy Rifkin acuñó el concepto “civilización empática” para definir el influjo de las emociones en la política contemporánea. Rajoy no ha entendido esto. Mas y Junqueras son dos consumados especialistas. El rechazo si quiera a debatir el pacto fiscal, que es lo que el presidente de la Generalitat pidió en 2012, precipitó la riada actual de independentismo en Cataluña, que corre el peligro de desbordarse si este domingo Junts pel Sí obtiene la mayoría absoluta. En estos últimos quince días, claro, han llegado las prisas: el fantasma del corralito, el comunicado de los bancos, Merkel y Obama y un valiente Margallo argumentando frente al jefe de los revoltosos.
Mas esconde el balance de su gestión, los recortes y la corrupción incrustada en el seno de su partido. Pero se ha revelado avieso y hábil en el manejo del márketing: concede entrevistas a periodistas incómodos, se pasea por las principales cadenas de noticias del mundo y se maneja excelentemente con el inglés. Rajoy, en cambio, teme a la prensa extranjera y, tal como se vio en el traspié con Alsina, tiene serias dificultades para mantener una conversación fuera de los límites de los discursos enlatados.
La agenda en Cataluña está tan marcada por el independentismo que hasta el debate sobre la futura nacionalidad de los ciudadanos de una hipotética República independiente catalana se ha impuesto frente a la realidad inexorable que conduciría el incumplimiento de la ley: el ambiguo artículo 155 de la Constitución, la incertidumbre del reconocimiento internacional, el posible veto en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y la salida de la UE y de la Eurozona.
Quien ha decidido desconectar de España no piensa en la factura que provocaría tal acción, ni en el déficit fiscal de Cataluña (que Borrell ha acreditado, a lo sumo, en 3.000 millones de euros y no los 16.000 millones que blande Junqueras), ni en la impúdica promesa de Mas de subir un 10% las pensiones. Quien quiere irse de España es porque la idea de una Cataluña independiente le resulta atractiva. El principal error de Rajoy es creer que el soufflé bajaría por sí solo.
El temor que expresaba Fernández Cubas es cierto. Nada hay más peligroso que un político que antepone siempre los sentimientos a cualquier explicación cargada de razonamientos. Las ensoñaciones casan mal con el juicio sensato. Sin embargo, la política es una materia construida a base de utopías: la jornada de ocho horas, los seguros sociales, las pensiones públicas… Mas ha ideado un frame que apela a los sentimientos. El problema de Rajoy es que, al contrario que Cameron en Escocia, no ha sido capaz ni de llevar el debate al terreno racional ni de recurrir a la inteligencia emocional. Campo expedito para el nacionalismo.