En el centenario del nacimiento de José de Juan-García Ruiz
El 9 de junio de 1972, durante el discurso de proclamación del XI Día de la Provincia, el periodista José de Juan-García (Guadalajara, 1915-1972) pronunció unas palabras que deberían distribuirse en todos los colegios de Guadalajara. No por un proselitismo mal entendido, sino para que las nuevas generaciones comprendan que tan importante en el mundo de hoy es viajar como apreciar la globalidad de lo local.
Quien fuera director de Nueva Alcarria durante 25 años sostenía que Guadalajara es una tierra que no ha perdido la divina facultad de renacer. Escribió: “Cuando el cinturón de los pueblos se afloja; cuando se descubre una vez más que el mundo es una esfera y los problemas de los hombres son comunes en el caparazón geométrico y perfecto de su huerto de Melibea y de su paraíso perdido, es evidente que alcanzamos un nuevo estadio de renacer”.
No hablaba en vano. Para ilustrar sus palabras, De Juan citó la iniciativa que auspiciaba la Caja Provincial –hoy desaparecida- para convertir el castillo de Torija en un centro nacional del arte de la cetrería; la construcción del palenque para los Festivales de Hita, obra pagada por la Diputación; la reconstrucción de la saleta de Jovellanos en Jadraque; la restauración de los fondos pictóricos del viejo museo provincial, en el Infantado; la señalización de la ruta del Viaje a la Alcarria; el proyecto para señalizar también el itinerario del Arcipreste de Hita por tierras de Cogolludo, Cifuentes y Atienza; las obras en el palacio de los Mendoza; el adecentamiento del entorno de la capilla de Luis de Lucena; la llegada a la RAE de Antonio Buero Vallejo y el homenaje que en octubre de ese mismo año iba a tributarse a Camilo José Cela, muchos antes de que fuera agraciado con el Nóbel pero ya consagrado como el retratista perenne de la Alcarria.
La reseña de estos proyectos y muchos otros comentarios alusivos a la provincia están compilados en …Y soñé, un volumen de 262 páginas en las que el periodista alcarreño aglutinó una antología de su producción y que fue editado en 1979 por la Institución de Cultura Marqués de Santillana, también extinta (por cierto, ¿cuántas cosas se han extinguido en Guadalajara en el último cuarto de siglo?). Un libro misceláneo que recuperé hace muy poquito tiempo, tras permanecer anclado en una balda de la buhardilla del pueblo. Uno de esos descubrimientos caseros que alegran una tarde.
Me gusta repasar los libros viejos sobre Guadalajara porque dan una idea cabal y aproximada de lo mucho que ha cambiado esta provincia y de los efectos que el paso del tiempo ha provocado en la identidad de una tierra que, como ya hemos escrito aquí mismo, necesita quien la quiera.
El cuidado de la edición corrió a cargo de José Antonio Suárez de Puga, Josepe. En el prólogo, Buero Vallejo evoca a Pepito Juan –según cuenta, así le llamaban los “muchachos de entonces”- como un soñador de “poesía y de letras” y admitía la distancia que les separaba en sus posiciones políticas y, tal vez, filosóficas. El canto a la amistad entre ambos es, en todo caso, abigarrado, robusto, cuajado de un sentimiento afín hacia el mundo de la literatura. El propio autor de Historia de una escalera recordaba el concurso literario que organizaron el Instituto y la Normal arriacense cuando eran críos, y cuyo resultado encontró en un viejo recorte de Flores y Abejas: los tres trabajos premiados fueron, por este orden, el de Buero, el de José de Juan y el de Miguel Alonso Calvo (Ramón de Garciasol).
Guadalajara sigue guardando aquel campo que amarillea el espino, entre ásperos arbustos, el campo en el que amanecen unas alondras que tienen el pecho pinto y el pico endeble, tal como escribió Sánchez Ferlosio en Industrias y andanzas de Alfanhuí. El paisaje hosco y desnudo, surcado por los valles del Henares, el Badiel, el Tajuña, el Guadiela o el Bornova. La paleta multicolor de la sierra norte o el paisaje agreste del Alto Tajo. O el fulgor de algunas iniciativas interesantes trocadas en motores del territorio, como el centro turístico de Torija -infrautilizado y mal gestionado por la actual Diputación- o el formidable centro etnológico en la Posada del Cordón, en Atienza.
Nos queda un patrimonio a medio reconstruir, un vocabulario pretérito que se pierde con el paso de las generaciones y una brecha abismal entre la Guadalajara rural y la urbana. Sin embargo, esta tierra sigue siendo un escaparate magnífico para vivir tranquilo y en armonía con el entorno.
No veo ahora, en cambio, capacidad de autoestima. Ni tampoco el sano interés que despiertan en otras latitudes sus propias señas de identidad. No encuentro demasiados literatos dispuestos a que Guadalajara tenga quien le escriba. Y eso es precisamente lo que rezuma el libro de De Juan cuando aborda Sigüenza, Brihuega, Pastrana, el marqués de Santillana, el pan y el vino de la Alcarria o figuras como la de Alvar Fáñez de Minaya. Sus artículos están escritos a horcajadas de alcarreñismo. Y, más allá de cuestiones religiosas o políticas, subyace una idea de provincia que, lejos de ser excluyente, mantiene vivo el espíritu de ser y sentirse guadalajareño. Algo que Guadalajara no debería perder nunca.
“Sentimos justos deseos de reivindicar los nuestro; imperativo y clamor angustiado de una tierra bella y noble, que es, en fin de cuentas, lo único que vincula al hombre con la eternidad”, escribió en enero de 1951. José de Juan hizo bandera de una corriente que él mismo denominó “un sano provincianismo”. Que no es cazurrería, que no es tampoco sinónimo de cerrar los ojos ante el mundo. Es, tan solo, aprender a valorar aquello que de bueno tiene tu tierra. Defendió, en consecuencia, una mirada poliédrica sobre España para no olvidar a aquellas provincias ingratas “a las que hemos dejado solas”.
En base a estas ideas, el escritor arguyó ante la Escuela Oficial de Periodismo la necesidad de una prensa local que articule aquellos territorios que Madrid oteaba con una mezcla de displicencia y arrogancia. “Hoy, esas tierras españolas, con su apretada vida espiritual, con su paquete de nervios tensos, no pueden quedar limitadas a ser parte de una España vista y sentida desde la torre madrileña con esa mirada imprecisa y vaga que ha sido causa del hondo y grave fracaso del centralismo intelectual”. Esta cita tiene más de medio siglo. Pero son palabras que aún podrían pronunciarse casi con la misma vigencia.
Vayan a la Biblioteca de Investigadores o a la de Dávalos. Recomiendo volver a releer los textos de José de Juan. Conservan fresco el aroma de una provincia que ya no existe porque la que ahora disfrutamos, mejor en muchas cosas, algo deteriorada en muchas otras, guarda una distancia sideral con aquélla. Son textos que ayudan a aquilatar nuestra visión de Guadalajara, “tierra de cierzos y laureles, de sequedades y jardines, de nidos de halcones y sotos pajareros, pura y esencial Celtiberia”.